Frente a él cientos de almas,
solas, cansadas, esperanzadas en escucharle aquella tarde.
Detrás del recoveco que circunda
el escenario, está el, callado, absorto, elevado en algún mundo pentafórico y
extraño. Está tal vez igual que siempre, pero en mí despertaba una simpatía
impoluta: Su traje, su porte, su cabello lacio, sus manos grandes… Sus ojos
azules impregnados del cielo… Ahí estaba, a unos pasos de enseñarle a todos lo
que por tantas noches había soñado: El instante en el que el reloj giraba ala
izquierda recordando altibajos y disonantes, ese perfecto momento en que el mundo
se hacía suyo…
El silencio inundó el recinto. Tan
sólo sus pasos se oyeron al subir por el tablado. Sentose erguido, con clase,
demostrando a todos su nobleza y elegancia. Sin musitar palabra inició el
ritmo, los acordes, aquellos parajes que recuerdan tradiciones, esencias… Inundó
a cada alma…
Me detuve por un instante. Observé
a mi alrededor cientos de ojos brillosos y empantanados, las lágrimas de los
muchos que no comprenden cómo un solo hombre puede impresionarlos tanto.
Y lo vi nuevamente, me fije en
sus manos recorrer el tiple como si fuese un cuerpo que exigiera un arreo
constante, el ánimo vespertino de sentirlo suyo, de entender sin las palabras
el furtivo deseo de encontrarse juntos.
Suspiré por otro tanto, mientras
un diapasón marcaba el ya cercano final de la pieza. Me contuve sin mayor
remedio, me alegré y en el último aplauso me retiré de la misma forma en que
había llegado: sola, esperanzada y con miedo.
Mil veces lo había pensado, mil
instantes lo había soñado… Y sin resuello ni cobardía, me regresé para
gritarle:
-¡Usted señor tiplero me ha
robado el Corazón!
Absorto regresó la vista y me
observó por un instante. Volví hacia atrás en mi camino. No esperaba nada, al
fin y al cabo era yo una espectadora enamorada de un sonar, de unas manos, de
un tiple encantador. Era, solo era, otra más del escenario, no me conocía aquel
cantor.